martes, 17 de febrero de 2009

De dia no veo y de noche me espulgo III

De Negreira a Olveiroa.

La noche en el albergue de Negreira fue estupenda. El piso era de madera, la cama muy cómoda y el ventanal triangular de la buhardilla era tan amplio que toda la sala estaba iluminada por el resplandor creado por la luna llena y las nubes bajas. Hermosa noche de primeros de mayo. Dormí como un niño, y por los dioses, que buena falta me hacia tras el día anterior.

Al levantarme apenas desayuné; me hallaba tan fuerte que con un simple café me lancé a iniciar la jornada. Al salir del pueblo me saludó el sol asomando entre los jirones de nubes y el aullido de los lobos. Gloriosa mañana. No sentí el miedo del día anterior. Por desgracia el lejano coro de aullidos apenas duró unos minutos. Estuve caminando casi dos horas entre bosques de robles y eucaliptos, entre prados rodeados de cercas y aldeas minúsculas con hórreos centenarios.

Me paré a descansar en un bar en Vilaserío donde me atizé las birras y el bocadillo preceptivos. Allí me enconté con las tres zagalillas que había conocido el día anterior, Ana, Mireia, y Regina, y proseguimos la marcha juntos hasta llegar a Maroñas donde aprovechamos para bañarnos en un riachuelo que pasa por allí; Las nubes se habían abierto hacia un rato y el sol lucia con fuerza haciendo que el agua lanzara pequeños destellos, como si el fondo estuviese lleno de pequeñas pepitas de oro y plata.
Nos llamó mucho la atención el hecho de que, en aquella zona, las mujeres fueran las encargadas de realizar las faenas del campo, y así, se las veía llevando el tractor o cavando en los huertos con la azada o conduciendo las vacas a pastar; sin duda era porque los hombres estaban en la mar o en las fabricas de las ciudades. El paisaje aquí era muy abierto, casi todo campos de berzas.
Al llegar a Santa Mariña una señal mal interpretada nos hizo dar un rodeo de unos siete u ocho kilómetros, que nos restó muchas fuerzas a todos, especialmente al italiano rastafari que se nos había unido hacia un rato. Al final un chico de por ahí, que pasaba en coche nos dirigió hacia el buen camino y, en poco tiempo, nos encontramos a los pies del monte Aro, listos para encarar la vista del embalse de Fervenza y los últimos kilómetros de la jornada.

Ya era mediodía y el calor muy intenso. Cuando ya no nos quedaban fuerzas ni agua, a apenas una parasanga de Olveiroa, a Marco (el italiano rastafari) le dio una "pájara"; Como pudimos le reanimamos y, por fin, a las cuatro y cuarto de la tarde entramos en Olveiroa medio muertos.
Antes de ir al albergue me pare en el único bar del pueblo y allí me apreté una jarra de cerveza bien fría y me quedé embelesado observando como un minúsculo perro era capaz de dirigir el solo a una manada de enormes vacas que pasó a solo un metro de mi mesa. Es cierto eso que dicen de que el mejor perfume viene siempre en envases pequeños. Del vaquero, ni rastro.

El resto de la tarde lo pasé languideciendo al sol, hablando de tatuajes con un holandés bohemio, y cenando y tratando de lo divino y lo humano con una alemana llamada Julia y que estaba muy buena(por cierto, me invitó a un par de cervezas, gracias Julia).

Me fui a dormir cansado de cuerpo y espíritu, sabiendo que el final ya estaba cerca.

P.S.- A la izquierda de la última foto podéis ver al perro mas valiente que he visto nunca.





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